lunes, 10 de septiembre de 2007

17. La capsula malvada

La parte de mi vida que voy a contar a continuación tiene tanto que ver con conejos y arco iris como tiene que ver con la política económica australiana. Ajústense los cinturones y por favor permanezcan sentados. Este es un vuelo propenso a estrellarse, como cada vez que lo cuento. Y sin embargo, sigo volando.
Quisiera o no, que Alejandro se estuviera con la hermana gemela de su primer amor me estaba corroyendo el espíritu y lo poco de autoestima y esperanzas que albergaba (quizá inútilmente). Nunca me gustó dar lástima y por ello en la universidad ninguna de mis amigas siquiera sabía lo mal que la estaba pasando. Había vuelto el arlequín, el muñequito de torta, el disfraz de la mujer maravilla, todos juntos, combinados intentando formar una nueva personalidad para confrontar este momento: abandono. Y peor aún: reemplazo.
Porque sí, sabemos que tengo un tema con el abandono (y que probablemente se deba a algún desvarío de mi infancia) pero si hay algo que me cuesta más que el abandono es el reemplazo. Palabra fuerte, si las hay. Ser abandonado es desprenderse de un lazo, desajustarse el cinturón: sentirse inseguro. Cuando alguien me abandona me siento huérfana, perdida, sin tierra. Soy Ammar Mousa, luchando contra los israelitas. Soy yo, entre la neblina buscando el camino de vuelta a ninguna parte. Ese es el abandono: una casa vacía y yo gritando el nombre de quien me abandonó; abandono es un eco que dice Alejandro, Alejandro, Alejandro, incansablemente en mis dos oídos para siempre.
En cambio, el reemplazo es aún peor. Es un bosque sin neblina, donde claramente veo que no solo me han dejado a un lado, sino que lo hicieron por un propósito o mejor: por una persona. Que me abandonen y se retiren con las manos vacías, bien, podría entenderlo después de un intento de suicidio y cinco años de terapia, pero que me abandonen para irse con otra persona eso jamás. No voy a poder entenderlo, no pude entenderlo y no lo entiendo, ni quiero, ni pienso, ni nada. No. Es una negación absoluta, el reemplazo es sinónimo de sofocación, de que me falta el aire, de que me puedo morir inmersa en convulsiones sin remedio alguno. No me reemplaces Alejandro, jamás.
Y como si se lo hubiera pedido, lo hizo. No se estaba yendo a vivir a Monte Grande porque quería estar cerca de su familia. Se había ido a vivir con una mujer: ¿cómo puedo luchar yo contra una mujer que le recuerda a alguien a quien ama y que tiene un hijo que despierta los instintos paternales en un hombre que rechazó a mi propia hija? No puedo competir con un bebé. Siento darme por vencida antes de la pelea, pero prefiero que mi cadáver luzca bien; no necesito morirme destrozada y enterrada en una fosa comunitaria porque mis viejos no pudieron reconocer mi cuerpo. No. Y aún así, con la pena y el abandono mordiéndome los tobillos y las muñecas, con el reemplazo tirándome de los pelos, decidí callarme y dejar pensar a mis amigas que todo estaba bien, que no necesitaba de Alejandro para estar viva, que podía superarlo.
Las veces que lo contaba lo hacía en forma de chiste, supongo que es mi mecanismo de defensa: “¿Sabés qué? Te vas a morir… a mí sola me pueden pasar estas cosas, escuchá: Alejandro se mudó con la hermana gemela de su primer amor, que a la vez es la ex esposa de su mejor amigo y que tienen un hijo juntos ¡y como que Alejandro ahora es el padre!”. Las respuestas a mi relato eran risas mezcladas con algunos: “¡no… no puede ser!”. Así, terminaba riéndome yo también, sin sospechar que el que ríe al último ríe peor.
Era agosto de 2003 y Alejandro me estaba abandonando. En la universidad nos daban una semana de vacaciones antes de ponernos a rendir los exámenes finales (exámenes que para estar en segundo año de una carrera universitaria me importaban demasiado poco y no obstante tenía que estudiar aunque no quisiera). Con mis compañeras de la UCA decidí irme de viaje a Mar del Plata, una ciudad balnearia a 400 kilómetros de la capital de Buenos Aires; ciudad donde tengo un departamento bastante grande como para hospedarnos por cuatro días. Pilar, Buya, Dolores y yo emprendimos viaje hacia la ciudad del mar plateado un jueves al término de la cursada en la universidad. No iba a permitir que un abandono de ese calibre me arruinase las “mini- vacaciones” con mis amigas de la facultad, así que le dije a Alejandro que iba a estar en Mardel y emprendí retirada.
“Quizás vaya, necesito despejarme y mar del plata me gusta para hacerlo”. Y entendamos: cuando él dice “quizás vaya” yo escucho: “esperame porque voy”. Sí, sé que mi tergiversada cabeza escucha y entiende lo que necesita, todo según le convenga, pero no puedo evitarlo. Desde que empecé a hacer la valija hasta que llegué a mar del plata me estuve imaginando mi felicidad y lo bien que la pasaríamos si Alejandro llegaba a ir. Iba a ser el viaje perfecto: con amigas y con él. Pero no tuve en cuenta que mi imaginación es fatal: y que si la realidad no se asemeja al dibujo que formé en mi cabeza aquello puede dar como resultado una situación letal, tal y como sucedió.
Cuando llegamos al departamento, acomodamos la ropa, fuimos al supermercado, compramos alcohol para la noche (¿ya dije que no tomo alcohol? No me gusta, sólo en ocasiones especiales, a.k.a alejandro) y comida para sobrevivir (en caso de que la necesitáramos) y nos divertimos muchísimo. Hicimos cosas estúpidas pero esa era mi relación con Pilar, con Dolores y con María: diversión. No había lugar para mis enfermizas depresiones, ni para mis llantos descuajeringados. No, con ellas todo era divertido. Pero en el momento cuando me quedaba sola, la realidad me abofeteaba como suele hacerlo y el eco en mi cabeza cantaba un tétrico “Alejandro no vino, Alejandro no vino, Alejandro no llama”.
Fuimos a un carrusel y simulando ser infantes montamos caballitos de plástico riéndonos a carcajada viva y quiero jurar que eran carcajadas sinceras, que en ningún momento fingí mi alegría. Pero fue quizás peor: cuanto más alto está mi ánimo, más dura es la caída hacia el precipicio alejandrístico cuando tomo consciencia de la realidad. Porque la realidad no tiene caballitos de plástico, ni amigas que ríen las veinticuatro horas: la realidad es un cielo solitario y lloroso abandonado y reemplazado. Uno de los caballos alados del carrusel me había llevado hasta lo más alto de una nube en mi alegría espontánea y un llamado telefónico se encargó de hacer el caballito trizas con un disparo de realidad que pegó duro, que fue más fuerte que la imaginación y más frío que una cuchilla atravesándome el estómago.
Un llamado puede deshacer mi felicidad, una sola palabra puede arruinarme la vida. No son metáforas. Me hubiera gustado que alguien le advirtiese estas cosas: “tené cuidado con lo que le decís a Cielo, por favor, cuidala”. Nadie me cuidó, nadie se hizo cargo de mí, nadie vio a qué punto habían llegado mi obsesión y mi locura. Nadie se iba a hacer cargo de la muerte de lo más sagrado en mí: la ilusión, la esperanza, mi imaginación. Nadie sabía cuáles eran mis límites porque yo me había encargado de hacer de mi vida una mentira. Mis padres no sabían que hacía tres años que seguía viendo a Alejandro, mis amigas no sabían que soñaba con mi muerte si en algún momento él me abandonaba. Nadie sabía nada y yo, inconsciente, dejé mi secreto pudrirse en lo más lejano de la playa marplatense. De un llamado puede depender el destino de una vida o el advenimiento de una muerte inexorable.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Es algo inexplicable ese sentimiento tan fuerte que sentíste. 💔😔

Unknown dijo...

Es algo inexplicable ese sentimiento tan fuerte que sentíste. 💔😔