lunes, 10 de septiembre de 2007

35. Parentesis

Vuelvo a escribir después de algunos días de abandono. A veces los recuerdos surgen tan fuertes, tan prepotentes que tengo que calmarme y pensar (darme cuenta) que ya todo pasó, que no soy más aquello de lo que escribo. Me extraña y atemoriza saber que quizás sí soy aquello, una versión desmejorada de lo que fui. Desmejorada, pienso yo; mejoradísima pensarán otros. Yo no lo sé, simplemente quise escribir y vinieron a tocarme puerta decenas de fantasmas olvidados, de haches colgadas de mis músculos, cientos de ecos rellenándome los huesos. No quiero que me invadan y sin embargo los busco compulsivamente: los busco para terminar este libro, porque quiero cerrar un capítulo (por fin cerrar algo) en mi vida.
Quiero dejar de ser la mujer que tuvo un pasado oscuro, quiero ser la del futuro prometedor, la que sonría sin tener que esforzarse, que no está bien porque toma antidepresivos. Necesito saber, necesito tener garantías de que en algún momento voy a ser feliz con continuidad; que mis desvariaciones van a acabar en algún momento, en algún futuro cercano. Quiero dejar de ser inconstante y absurda y quiero por fin poder tomar una decisión que dure más de cinco minutos. Quiero ser fuerte. Quiero tantas cosas… y aquello es un signo de fortaleza, de crecimiento. Antes no quería nada, no quería, no. era la negación en persona, era la nada misma: nada de comida, nada de deseos, nada de nada. Solo la acuciante necesidad de dejar de existir, de ser nada.
Cuando volvemos al pasado, cuando sobrevolamos las penas es importante tener una referencia de realidad. A mí, esa referencia no me está funcionando, a ratos la pierdo y me pierdo. En mi caso, no estoy sobrevolando las penas: estoy penetrándolas con fuerza (o ellas a mí, en todo caso), inspeccionando cada una de ellas, revisando los ecos archivados, recordándolos, escuchándolos una vez más. Cada eco desintegra algo de mi entereza, de aquella que supe construir estos años; cada línea de este texto, que pretendía fortalecerme, está haciendo más y más vulnerable a las haches, a los ataques desprevenidos del pasado.
Muchas veces tengo miedo de hundirme en una dimensión desconocida, aquella entre lo absurdo y lo real, entre mi libro y mi vida. Es un tema que me ocupó varias sesiones con mi psicólogo. Suelo perderme, suelo no tener referencias. No sé si soy Abzurdah o Cielo, no sé qué me pasa, qué día es ni dónde estoy. El proceso de escritura nos aísla: debemos concentrarnos y “vivir” en un mundo diferente del resto. Entramos en contacto, en mi caso, con personajes del pasado, con vivencias, recuerdos, archivos en la mente y nos olvidamos de qué día es o sobre qué estamos escribiendo. Eso me sucede: a veces pienso, cuando cierro sesión en mi computadora, que estoy en el año 2004 y que estoy pelada, sin cejas y una gota de sangre se desliza desde mi frente hasta mis labios. Me miro en el espejo: esa no soy yo hoy. Si no tuviera espejos o si viviera sola me demoraría quizás días hasta encontrar una referencia de realidad que me indique en qué día estoy, qué hora es, dónde estoy o quién soy.
No quiero estar sola mientras termino este texto, tengo mucho miedo de perderme y no saber cuál de mis versiones soy. Estas noches suelo ir al cine demasiado a menudo y excesivamente sola. No porque no disfrute de la compañía sino porque no encuentro con quién compartir lo que me pasa. ¿Cómo puedo explicarle a alguien que dejo de escribir y no me acuerdo de quién soy? Nadie en mi círculo social puede entenderlo, es decir, nadie puede entender acabadamente el sentido de no saber quién soy. Pueden darse una idea y decirme: “ya vas a estar bien” pero no es eso lo que necesito. Néstor me entiende. Él se ofreció a ser mi referencia. “Cuando estés triste, sola o simplemente necesites una voz podes llamarme”. Espero no tener que molestarte- le contesté. No por molestarlo sino porque no quiero tener que hacerlo pues eso significaría que me perdí. No quiero perderme, por nada del mundo quiero volver a ser aquello que fui. No quiero tampoco renegar ni arrepentirme, simplemente ahora estoy (¿estoy?) en otra etapa de mi vida, donde tampoco tengo fuertes referentes ni pilares que me sostengan pero al menos soy un acróbata con lazos algo más fuertes y estables.
Me llena de impotencia y dolor escuchar frases que se repiten. Que algunas de las cosas que me llenan de ilusiones sean las mismas que me desalientan. Que una persona pueda seguirme causando rechazo y amor al mismo tiempo. Que pueda seguir amando y odiando con similar intensidad a la misma persona. Escuchar en boca de otro hombre las frases que Alejandro me decía me llena de miedos, de inseguridades ¿Soy yo? ¿Son ellos? ¿Qué está pasando? Entonces no entiendo si él es Alejandro o si son personas diferentes. Si es otra persona o si sigue siendo él vestido de hombre nuevo, con promesas de un probable amor duradero y las mismas mentiras que escucho desde que tengo quince años. ¿Quién sos? ¿A cuál de mis mundos perteneces? ¿De dónde saliste?
“Usá la tristeza que sentis, dale un sentido. Dale un porqué, hacela tuya. Ahora que te sentís así, ponete a escribir”- me dice uno. “Vamos, bonita, no estés mal. ¿Por qué no escribis algo? Me gusta cómo lo haces”- me decía otro. “No quiero estar con una mujer que tiene cultura anoréxica” escuchaba lejos en el año 2003. “No quiero estar con una enferma”- escuché siete días atrás. No quiero volverme loca, no quiero pensar que estoy proyectando, no quiero. Sé que las cosas que escucho son reales, ojalá pudiera grabar algunas de mis conversaciones con él, o con ellos. No sé quién es o si son la misma persona, no lo sé.
¿Cómo puedo no confundirme? Y al mismo tiempo estoy tan sola… tan rodeada de gente, de lugares comunes, de frases célebres y palmadas en el hombro que no me ayudan en nada. Tan sola me siento. Escribo en un rincón de mi casa, sola, durante horas. No quiero escuchar voces y sin embargo necesito escuchar pasos: eso me conscientiza (no estoy en Caballito, no vivo sola). La semana pasada fui al cine incansablemente: lunes, martes, miércoles. Y estoy sola. Busco referencias llamando por teléfono, porque cuando es lunes y es martes y es miércoles y caminas sola por las calles esperando que el reloj de más vueltitas, esperando que abra la sala (para sentarte sola y ver una película sola y salir sola y manejar sola hasta tu casa para dormir sola) necesitas referencias. Necesito saber que estoy viva, que si me muero alguien se va a preocupar, que alguien me espera en casa o que al menos alguien sabe dónde estoy.
Entonces lo llamo una vez y no contesta. Mil pensamientos cruzan mi mente, decido no hacerles caso. Llamo de nuevo con el mismo resultado: “usted se ha comunicado con…”. No, no me comuniqué con nadie. Son más de las once de la noche y estoy sentada en el banco de una acera esperando que abra la sala cuatro del cine San Martín. La tercera llamado tiene un diferente destinatario. Me atendés, hablas conmigo, me das un marco de referencia, corto. Respiro, estoy viva.
Ojalá él entendiese lo que significa Abzurdah para mí, ojalá supiese algo de lo que me pasa. No puede entenderlo. Muchas personas necesitan leerlo o verlo en fotos: no quiero que leas ni veas mi dolor en una foto ni un libro, quiero me sientas, que me toques, que sepas que estoy viva y que me duele y que te necesito.
Abzurdah me obliga a caminar al borde del abismo, un abismo infinitamente profundo. Estoy dispuesta a mirar lo que yace en el fondo o en el camino hacia el fondo del abismo, pero necesito una mano que me sostenga solo por si me resbalo. Quiero que lo entiendas, o quizás sea menos prepotente: me gustaría que lo entendieses.
Pero estoy sola, no hay manos que me sostengan. Aquellas que sé se ofrecerían sin dudarlo no son tan fuertes como para sostenerme sin caerse conmigo y no quiero que nadie lo haga. Si voy a hundirme lo haré sola, nadie merece hacerse cargo de lo que me pasa o de los recuerdos que me invaden. Debo ser fuerte, afrontar lo que me toque, ser artífice de mi destino e intentar por lo menos que quienes sufrieron conmigo no vuelvan a saber de mi dolor.

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