lunes, 10 de septiembre de 2007

39. Guayaquil te esperara por siempre

Néstor me dio las fotos en la mano, envueltas en aquel sobre celeste y me fui. Antes dudé: “no sé si verlas con vos o no”. Finalmente decidí que tenía que ser fuerte o valiente o no sé qué otra pavada y verlas sola. “¡Quizás ni las vea!”- le dije. “Cualquier cosa llamame”- me respondió seriamente. No iba a necesitarlo “soy fuerte, puedo soportar ver algo que fui”. No, porque creo que nunca tuve noción de lo que era. Nunca y quiero decir: jamás.
Fue hace siete días y sin embargo, aún lo recuerdo detalladamente como si me hubiera marcado por el resto de mis días. Salí de lo de Néstor nerviosa pero con confianza en mi estabilidad mental. Caminé con paso lento hasta mi auto aunque lloviznaba. En una mano el sobre celeste, en la otra mi cartera con las llaves de auto. Lo abrí y me senté. Apreté el embrague, puse punto muerto, encendí el motor dándole la vuelta a la llave, moví la palanca de cambios de izquierda a derecha y de derecha a izquierda sin ninguna razón mientras apretaba el embrague. Miré el asiento del acompañante donde descansaba el sobre celeste y un hilo de frío recorrió mi cuello y mis brazos. Seguía lloviznando: detesto manejar cuando llueve. Embrague, primera, arranqué por fin, sin destino. Mientras iba a ningún lado pensé: ¿cuál es el mejor lugar para ver las fotos? No, quizás simplemente deba ir al cine. Manejé hasta el cine mientras lloviznaba. Estacioné, mi prima siempre dice que soy afortunada, encuentro estacionamiento hasta en el más inusitado lugar. Ojalá fuese tan afortunada para encontrar cosas con más sentido o importancia.
Apagué el motor del auto, puse el freno de mano. El cambio quedó en marcha atrás. Sentada, respiré profundo y me abalancé sobre las fotos. Abrí el papel celeste y vi la primera: yo, mirando a la cámara llorando. Tragué saliva. Segunda foto: yo, mirando a la cámara otro día, también llorando. Respiré profundo. La tercera foto fue demasiado para mí. La miré por medio segundo y lancé un grito desgarrador. “¡NO!”. Un trueno sonó al mismo tiempo que mi grito y puedo jurar que grité más fuerte que el trueno. “¡No! ¡No! ¡No! ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué me hice? ¿Por qué? ¡No!”. Llovía copiosamente y el viento soplaba a lo que me parecían más de mil kilómetros por hora. Lloraba desconsoladamente y golpeaba el volante haciendo sonar la bocina al grito de “NO”, un no sofocado por mis propias lágrimas y por los truenos.
Respiré. Conté hasta diez, como pude. Inspiré, exhalé, inspiré, exhalé. “Esa no soy yo”- dije en voz alta. “No soy yo… dios mío… DIOS MÍO”- seguía gritando y mi llanto se confundía que los relámpagos que parecían entenderme y hasta acompañarme. Me quedé adentro del auto durante cuarenta y cinco minutos, viendo cómo las gotas golpeaban el parabrisas. Me tiré en el asiento del auto, destruida, sofocada, desarmada, rota.
Volví a mirar las fotos, vi la cuarta que era aún peor. Estaba ahogada, ahora ni siquiera podía respirar o llorar. El vidrio de mi camioneta estaba completamente empañado y lo que sentía se asemejaba muchísimo a la muerte. Entonces me vi: los ojos y la boca entreabiertos, más cerca de la muerte que de cualquier otro estado. Pelada y maltratada, con una gota de sangre recorriéndome la cara, desde el cuero cabelludo ensangrentado hasta la mejilla pasando por al lado de mis ojos y casi tocando mi boca. Mi cabeza lloraba sangre. Grité, grité, grité. No me importaba lo que estaba pasando alrededor mío: no existía nada más que eso. Era yo, pelada, con los ojos drogados y la boca seca, con un hilo de sangre recorriéndome la cara casi muerta. Lloré y grité y golpeé el volante y caí en una crisis de nervios. Todo en mi temblaba, mis manos, mis ojos, mi boca. Pronto era un océano sinfín de lágrimas saladísimas. “¡Esa soy yo! ¡Esa soy yo! ¿Cómo pude hacerme eso? ¿Cómo puedo hacerme esto? ¿Por qué me lo hice?”- todo esto gritaba mientras golpeaba los vidrios y lloraba convulsivamente. Creía que aquella era yo, que eso era en ese instante. Había olvidado mi cara y que aquello no era el presente: se me confundieron los mundos nuevamente, absurdamente.
Intenté tranquilizarme y después de cuarenta minutos de estar acostada en el auto, giré el espejo retrovisor y lo enfoqué en mi cara. Me miré durante intensos minutos. No soy yo: yo tengo cejas y pelo largo y algunos cuantos kilos más. No soy yo: mis ojos están abiertos y algo hinchados de tanto llorar, pero mi boca no está seca. Estoy viva. Esta soy yo, no soy aquella. Me miré indefinidamente mientras llovía eternamente.
Una hora después bajé del auto, la lluvia se había calmado, yo también. Me puse los auriculares del reproductor de mp3 en las orejas y caminé hasta el cine. Saqué una entrada (de nuevo sola, eternamente sola). Me senté en el cine y durante dos horas y media no recordé nada acerca de las fotos ni de mi pasado. Quisiera ir al cine veinte horas por día, así olvido quién soy y por sobre todas las cosas quién fui.
Horas después le comenté a alguien que tenía las fotos de Néstor. “¿Sí? ¿Están buenas?”. Supongo que no tengo muchos comentarios que hacer acerca de mi interlocutor. “¿Si están buenas? Son terribles”– contesté, pero no pretendí que entendiese qué significan para mí, porque no hay posibilidades de aquello. Nunca es lo mismo vivir que escribir o describir. Jamás.
A partir del día en que vi esas fotos mi vida cambió. Volví a tener recuerdos vívidos del día del suceso. Como un efecto dominó verme como nunca me había visto (no estaba consciente mientras me saqué aquellas fotos) me trajo recuerdos y sentimientos encontradísimos. Estoy contenta por estar recordando pero además aquello me suscita pasiones opuestas. Entonces recordé y me animé a preguntar.
Me reuní el sábado siguiente con mis amigas de la UCA después de tanto tiempo y me animé a hacer algunas preguntas. Me contaron más o menos lo que ya sabía, pero además me dijeron que yo fui (con licencia de Néstor) a la universidad un día durante la primera semana de internación. Me dijeron que hice un escándalo con la psicopedagoga y que ésta prohibió el documental en ese momento. No recordaba haber hablado con esa mujer, ni siquiera sé quién es y a duras penas puedo recordar su nombre.
Jamás podría volver a esa universidad de medio pelo, nunca. También me contaron que Pilar quedó muy traumada con todo lo que me pasó. “Haberte encontrado en ese estado, eso no se lo pudo sacar jamás de la cabeza. Lo bueno es que te vemos bien y contenta”. Sí, nunca me van a ver en pena y llorando, porque nunca voy a demostrar lo que verdaderamente siento.

Algunos meses después de mi des-internación, de mi liberación, volví al departamento de Caballito, sola. Les dije a mis padres que iba a un cumpleaños y aunque era cierto, estuve pocos minutos en él. Tuve la necesidad urgente de cortarme y de visitar mi departamento. Recuerdo haber llegado al cumpleaños de alguien que se relacionaba conmigo por la universidad pero que realmente no puedo recordar su nombre, y haberme guardado algo para cortarme en el pantalón del jean. En el grupo de “Cortadores” alguien me había dado una solución para cuando mis padres hubieran ocultado cuchillos y demás. “Tomá un sacapuntas, destornilla los tornillos y sacale la hoja”. Efectivamente, la hoja del sacapuntas cortaba ferozmente y casi sin dolor. En aquella fiesta contaba yo con una hoja de sacapuntas en el bolsillo. Estaba bailando con mis amigas cuando me metí las manos en los bolsillos olvidándome de lo que tenía dentro. Pilar me pidió que le sostuviera la cerveza y cuando saqué mi mano del bolsillo estaba ensangrentada. Me había cortado la yema de uno de mis dedos y no paraba de sangrar. Pilar se horrorizó y pensó que lo había hecho a propósito. Lo cierto es que no fue adrede pero me causó muchísima angustia y me fui a fumar un cigarrillo al parque. Una vez allí, se acercó un muchacho. No recuerdo su nombre. Nos quedamos hablando y me dijo que se había recibido de médico, pero que aún estaba cursando para especializarse en cardiología. Me preguntó acerca de mis cortaduras tan expuestas (llevaba una remera sin mangas). Le expliqué que me cortaba porque me daba placer, pero que ese día habían sido sin querer.
Tenía muchísimas ganas de volver al departamento de Caballito, pero no quería ir sola. Se me ocurrió entonces sugerirle a ese chico que me acompañase. Obviamente pensó que quería tener sexo con él o algo por el estilo, pero lo único que yo quería era volver a la calle Guayaquil. Lo convencí de ir a mi departamento, le dije que vivía ahí. Cuando llegué me invadió una angustia incoherente, desmedida. Él no entendía nada, absolutamente nada. Le pedí que se pusiera cómodo mientras inspeccionaba. Las paredes habían vuelto a ser blancas (Marina me hizo el favor y las pintó), todo estaba limpio y ordenado pero se respiraba el aire negro de la muerte que había estado viviendo allí durante meses. Aquel hombre me tomó de la mano y me arrastró hasta mi dormitorio. Allí casi pude ver a Alejandro acostado y no pude soportar el llanto. Me acosté en la cama mientras él intentaba consolar a esa mujer que no conocía, que lo había llevado a un departamento y que ahora lloraba desconsolada y aparentemente sin razón.
Una hora después me desperté y le dije que era hora de irnos. Él nunca entendió nada y a mí no me interesaba que entendiese. Solamente necesitaba a alguien que me acompañase a ese departamento. Sabía que no podía ir sola. Sabía que necesitaba a alguien: un cuerpo, una presencia, algo. Volví, sobreviví.

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