lunes, 10 de septiembre de 2007

38. El ultimo de los placeres

Un mes más duró la internación. Poco más de dos meses y medio. Recuerdo, estando internada, haberle pedido a Papá que me llevara al centro con él. Sabrina lo había prohibido “una internación es igual de estricta aunque estés en tu casa”. Papá no se resistió demasiado: “que Sabrina se vaya a la mierda, sos mi hija”. ¡Muy bien! ¡Gracias! Salté de alegría aquella tarde, por fin iba a ver autos y personas y negocios y gente y ruidos. ¡Iba a volver a la ciudad! Iba a ver la vida en vivo y en directo.
Fui al centro con Papá y hacia muchísimo frío. Los medicamentos y la aún escasa cantidad de calorías en mi cuerpo me provocaban una temperatura corporal de menos diez. Entramos en un negocio y Papá me compró un suéter. No suelo usarlo, me trae malos recuerdos. Seguimos caminando y me asombraba ver a la gente (y viceversa). Me miraban extrañados, supongo que pensarían “¿en qué diablos estabas pensando cuando te cortaste el pelo?”. Toda esa gente no sabía que había estado a escasísimos segundos de morir. Antes de volver pasamos por un local de discos y me compré algunos cuantos.
Volvimos a casa pero ya no era lo mismo: era más un hospital para mí. Me tuvieron casi tres meses encerrada y ahora querían que volviese a verla como un hogar. Imposible. La existencia no se me estaba volviendo menos complicada y sin embargo, haber salido me hacía entender que quizás la internación podía no durar muchísimo más.
Sí, definitivamente me despojaron del arresto domiciliario y volví a salir. Todavía no me dejaban manejar porque tomaba altísimas dosis de medicamentos para “ser feliz” y para “dormir” que básicamente me mantenían durmiendo veinte horas cada día. La primera vez que salí de casa sola fue para el cumpleaños de una de mis ahora mejores amigas: Estefanía. Me sentía a la vez parte del grupo y sin embargo no podía dejar de notar diferencias. Ellas vivas, alegres, saltando, cantando y festejando. Yo sombría y gris, volviendo de la muerte, intentando seguirles el ritmo sin poder hacerlo. Quería dormir.
No entendía el desprecio de Alejandro. ¿Cómo podía despreciarme alguien a quien le había dedicado por completo mis últimos años de vida? Con él quería tener hijos, él me había hecho vivir, lo era absolutamente todo y sin embargo no sucedían las mismas cosas cuando todo se daba vuelta. De su parte no había siquiera un poco de respeto hacia mí, ni un poco de consideración por los años que estuvimos uno junto al otro. No había absolutamente nada de aquel lado del mundo. Todo era desinterés y malos tratos, los últimos provocados por lo primero. No creo que sus daños fuesen intencionales pero sí producto de no escucharme y de ser un tipo con muy poco tacto.
Casi por casualidad, un día cualquiera, me enteré de la verdad: Alejandro había estado llamando a mi amiga Pilar todo este tiempo, preguntándole cómo me encontraba. Saber aquello fue un alivio para mí. No era simple desinterés, al menos algo (un poquito de nada) le interesaba saber acerca de mi existencia. Respiré serena: puede que esta historia todavía no termine.
Siempre quedó en mi mente aquel departamento de Caballito, incluso dormida lo dibujaba en mi cabeza. “¿Qué habrá quedado de él? ¿Todavía es mío?”. Decidí que iba a hacer algo al respecto aunque internada no tuviera muchas oportunidades de hacer algo productivo. Estando aún internada, le pedí alguna vez a Marina, mi prima, que fuese a Caballito. Sentí curiosidad. Aquel departamento del demonio había sido mi hogar y el lugar donde había tomado la decisión más importante de mi vida (o de mi muerte). Aquel era el lugar donde se había gestado todo lo que soy ahora. Le pedí a Mari que tomara la cámara de fotos que seguía en el departamento y que fotografía todo lo que le pareciera fuera de lo común. No recordaba exactamente qué, pero sabía que en mi intoxicación había escrito las paredes blancas con lapiceras azules. Necesitaba saber.
Cuando estás internada volves a tener diez años. Las cosas son lindas, feas, buenas o malas. No hay otros adjetivos. Odias o amas o simplemente te da lo mismo. Uno no espera de sí mismo grandes conclusiones acerca de lo que está sucediendo, ni se siente capaz de escribir ensayos del todo gratificantes. No. Estaba encerrada en una casa (enorme pero encerrada al fin) y todo aquel que no decía o hacía lo que yo deseaba se convertía en mi enemigo mortal. Y cuando digo mortal hablo más literalmente que nunca. Fatal porque cualquier indicio de descontento te lleva precipitadamente a la muerte. Cuando estás internada estás más cerca de morir que de vivir y cualquier paso en falso te hace caer miles de metros bajo tierra hacia el hueco de donde nadie te puede sacar. Entonces los psicólogos y los nutricionistas y las brujas te tiran sogas rasposas que hasta parecen ser hechas de espinas. No sabés si querés colgarte de esas sogas y destrozarte las manos o permanecer allí abajo donde la muerte te acaricia suavemente. Es tu decisión: vivir ensangrentada o morir acariciada.
Mayoritariamente prefería las caricias pero en momentos como el documental o si aparecía Alejandro prefería sacudir mis manos y trepar la soga. Destrozarme las manos era doloroso pero vivir sin Alejandro lo era aún más y si en algún caso hubo algo más doloroso que todo lo anteriormente nombrado, fue ver las fotos que mi prima tomó de mi departamento. Estar en cautiverio es indigno y hasta vergonzoso. Saber que no podes salir, que estás allí varada durante tiempo indefinido y que hay solo dos maneras de salir: engañar a los médicos (“juro que estoy bien, hasta me siento feliz, me arrepiento tanto ¡tanto! De lo que hice”) o seguir las consignas, a saber: vivir empastillada y no distinguir la noche del día y los amigos de los enemigos. No saber siquiera quién sos o por qué estás viva. Solo vivir, solo estar, respirar, sí. ¿Eso es vivir? Una vez que sobrevivas lo suficiente en la casa del Gran Hermano podés salir y he allí la mismísima muerte esperándote en cada esquina. Del reencuentro con la muerte me referiré más adelante, lo que me ocupa ahora son aquellas fotos que llegaron a mis manos.
Si mi prima las hubiese visto no me las hubiera dado, estoy segura de eso. Marina usó mi cámara en la cual aún quedaba lugar para sacar algunas fotos. Me entregó el rollo en la mano y le pedí encarecidamente que las fuera a revelar (yo no podía salir de casa ¡qué chiste!). Incluso le rogué que no las viera “no ¿para qué las querría ver si yo misma las saqué?”. Bueno, es que hay fotos sacadas anteriormente que NO viste.
Las imágenes describen a la perfección, como en un cuento de Borges, lo que sucedió aquella noche de abril. A simple vista son fotos de un departamento desordenado, pero si le damos una mirada más escudriñadora encontramos detalles sofocantemente extraños. Veintinueve fotos en total, cada una de ellas con detalles escabrosos con los que un detective se haría un banquete. Como dije antes: a simple vista no dicen nada, pero escudriñando se encuentran detalles perversos.
La pared de la cocina (¡de la cocina!) tiene largos pelos quedados. Deduzco que me desmayé en la cocina, en una de las tantas veces, y mi cabeza golpeo los azulejos. Solo de esa manera pueden haber quedado allí impregnados. Sobre la mesada de la cocina, la tapa de una olla (¿estuve cocinando?) un repasador rosa fuerte que me compró mamá, un fósforo quemado y la botella de vino blanco que había comprado para Alejandro pero que disfruté en compañía de la muerte, a cada minuto más íntima.
En el comedor un puff rosa pálido (donde alguna vez se hubiera sentado Alejandro) con una remera blanca manchada de sangre. Recuerdo que allí la dejé cuando bajé el ascensor para abrirle a Pilar (pensé que si no veía la sangre en mi ropa no iba a darse cuenta de que estaba pelada, una ridiculez). Sobre la mesa de vidrio y madera cuatro tabletas de Rivotril, sin ninguno adentro, por supuesto. Al lado cartas o notas, una lapicera rosa que me regalo mi hermana, el discman, los auriculares y algo de ropa. Más lejos en la misma mesa: mi agenda donde anotaba absolutamente todo lo que planeaba hacer, una agenda más pequeña con teléfonos, cinta (con la cual pegué las fotos en la pared), una carta de despedida, una toallita femenina, mi cartera negra cerrada, una taza verde, una cuchara (probablemente había tomado sopa) y dos elementos de lo más sorpresivos: una tabla de calorías y el prospecto del Rivotril completamente abierto y con signos de haber sido leído una y otra vez. Si, siempre fui una mujer precavida. Recuerdo haber tomado los recaudos correspondientes, sabía que la cantidad de miligramos que tomé me iban a matar. No entiendo por qué estoy viva.
En una de las paredes intento descifrar mis escritos: “Alejandro te amo”, “me fui al cielo”, “…rivotriles”, “nos amamos”, “Alejandro tiene la culpa de mi muere”, “si él hubiera contestado mis llamados no me hubiera muerto”. Es lo poco que se entiende de la primer pared. Estaba lo suficientemente inconsciente como para que mi letra se asemejase a la de un infante de tres años, o incluso menos legible. La siguiente foto es la misma pared, con los mismos escritos ilegibles y con cuatro cartas de despedida en el suelo. Más lejos al otro lado del comedor y en otra foto yace otra taza (una celeste) en el suelo, a su lado una lapicera (con la que supongo escribí las paredes), una toalla, y dos colillas de cigarrillo junto a una media de lana. Todo distribuido arbitrariamente en el piso. Al lado de la media de lana y cerca de las colillas una foto mía de cuando era bebé, debajo papeles escritos y a su lado una valija con la ropa que traía de casa. Ropa limpia que pensé jamás iba a usar.
Al lado del puff un jogging tirado en el suelo, una zapatilla, la guía de la ciudad de Buenos Aires, la otra zapatilla, algo de ropa y pelos. Pelos largos, cortos, muchos de ellos. Por todo el piso, pelos y pelos. En aquella pared otros escritos que no alcanzo a leer: “Mamá perdoname…”. Pelos y más pelos. En la pared de las fotos también hice un bonito collage, supongo que quería que todos tuvieran en claro que los amaba. Al lado de la foto de mi hermano una flecha y “te amo”. Al lado de la foto de mis padres “los amo”, de la de mi hermana: “¡Ídola, te amo!
Fotos de mi habitación: un calendario pegado en la pared del placard, día 20 de abril “Alejandro se murió ¡viva el Rivotril!”. Junto a la cama, en el suelo una campera con pelos sobre ella. Sobre la almohada pelos y manchas de sangre (¿inconsciente me acosté en la cama para dormir para lo que suponía sería siempre?). Más fotos de pelos y sangre en la almohada. Entre las sábanas un escrito en papel amarillo completamente abollado e ilegible. Foto primer plano de una frase en la pared: “Quiero que Alejandro esté en mi funeral”.
Por último el baño, quizás lo más sangriento. Detrás de la puerta, en el suelo (¿por qué cuando estamos drogados apoyamos las cosas en el piso?) la planchita de pelo e irónicamente sobre esta un cuchillo con el cual me devané la cabeza. Dentro del inodoro nada algo que parece vómito pero que quizás sea solo sarro y pelos, cientos de ellos por todo el departamento y dentro del inodoro. Debajo del lavamanos otra toalla, que casi parece marrón pero es blanca. Está llena de lo que antes estaba en mi cabeza y ahora duerme distribuido por todo el departamento: cabellos aquí y allá. Lo mismo dentro de la bañadera: más y más de ellos. Dentro de la bañadera; parece que me hubiera cortado todo dentro de la bañadera, allí es donde está la mayor cantidad de ellos. Diría que está el ochenta por ciento de mi cabellera dentro de la bañadera. Al lado una hoja de afeitar y un desodorante. En el lavamanos dos jaboncitos con forma de ángeles, y mezclados caprichosamente un peine violeta, tres gillettes con las que seguramente terminé de desangrarme la cabeza y un cepillo de dientes de igual color. Al lado de la manija de agua caliente hay un cenicero (¡en el baño!) y del lado de la derecha una colilla de cigarrillo. Entendamos: el cenicero está vacío y hay más de diez colillas de cigarrillos distribuidos por todo el departamento. Si no me morí incendiada fue porque definitivamente me querían viva. En el espejo del baño un detalle escabrosísimo: es de tres partes, en las dos partes de los costados está escrito con jabón “Ana loves me” y al lado un corazón.
No quiero siquiera intentar adivinar lo que fue para mi prima ir a aquel departamento. Todo en él daba signos de muerte y sin embargo estaba viva. Es decir, mi corazón latía y respiraba con normalidad. Me drogaban las veinticuatro horas pero yo tenía mis momentos de lucidez, como aquel cuando le había pedido a Mari que tomase fotos. Necesitaba saber detalles de los que ni mis padres ni mis familiares querían hablar. Las fotos me lo dijeron todo. No existen palabras que puedan describir aquellas últimas fotos. Haré mis esfuerzos más acabados para intentar transmitir lo que sentí cuando las vi un año y medio después.
Mi prima había utilizado el rollo que estaba dentro de mi cámara, sin saber que yo en mi estado de semi-muerte había tomado algunas. Néstor las vio antes que yo en aquel momento y me las sacó de las manos. “Prefiero tenerlas yo” me dijo. Y sí, previsiblemente era la mejor opción porque aquellas fotos no hacían más que invitarme al suicidio una vez más. Hace una semana le pedí a Néstor aquellas imágenes. En mi ansia por recolectar datos para escribir este libro, recordé que Néstor me había prohibido ver algunas de las imágenes que contenía ese álbum así que se las pedí. “Pasó ya más de un año- pensé- supongo que no me van a afectar”.
“No estoy de acuerdo, es mi archivo personal de tus cosas”- me dijo Néstor, quien no me quería dar las fotos. Y es cierto, yo también supuse que era una irresponsabilidad dejar que yo las viese, pero no recordaba qué tan terribles eran y tampoco supuse que iban a causar estragos en esta nueva Cielo, así que me arriesgué y finalmente se las pedí. “Pero son mías- dijo –y me las devolves después”. Néstor tiene un archivo extensísimo de mis cosas: le escribí cartas, le di conversaciones impresas con Alejandro, le compré cds y libros, le grabé discos, etc. Pero lo único que me interesaba en ese momento, una semana atrás, eran las fotos.
Llegué a mi sesión semanal y me alcanzó un sobre celeste con mi nombre y apellido que contenía las fotos. “¡Quiero verlas! Bueno, ¡no sé si quiero verlas!”. Me dijo que quizás lo mejor era que las viéramos juntos. “Dale, miralas que yo estoy acá”- me dijo. Sabe perfectamente que necesito referentes para no perderme en mundos paralelos (últimamente abzurdah me tiene perdidísima). Decidí que las iba a ver después, pero en el momento pensé que quizás no las vería. Simplemente las necesitaba por otro asunto. Aquella fue una sesión de las cual quisiera tener una grabación. Le expliqué con lujo de detalles lo que me pasa y me dio una exquisita devolución que no puedo recordar.
“Estoy perdida, Néstor, entre los dos mundos. No sé cuál es el verdadero”- le dije entre lágrimas. “Ayer estaba manejando yendo al cine a las ocho de la noche y de repente me confundí y no sabía si estaba yendo al cine o a terapia – yo solía ir a esa hora antes de estar internada y después de aquello- entonces quebré y rompí en llanto”. “Hay perfumes que me recuerdan a la terapia, me remiten a nuestras tardes juntos, a las horas que compartimos a lo mucho que me seducía la idea de volver a morirme. Y Abzurdah me trae esos recuerdos, me pierde. Aquel día llegué al cine completamente sola y no saqué la entrada, simplemente me quedé sentada en la vereda esperando que algo sucediese. No hubo ninguna llamada de teléfono, ninguna señal de compañía: estaba verdaderamente abandonada. Estaba internada en el mundo: no poder salir del él ¡escabroso sentimiento!”. Atrapada en el mundo: sin siquiera tener decisión sobre mi vida o mi muerte.
“Me senté en la puerta del cine y vi llegar a la gente. Venían de a dos y a de a cuatro. Nadie estaba solo como yo, nadie. Era la única que iba al cine sola. No es que me moleste, es que a veces me siento muy sola. Todo lo que hago lo hago así: sin compañía o peor, en compañía de mí misma, mi peor enemiga. Minutos más tarde vi llegar a un muchacho solo. No quiero decir que estaba contenta por su soledad pero sí por mi compañía. ¡No era la única! Me puse los auriculares en los oídos y escuché Tori Amos mientras la soledad de aquel hombre me llenaba el espíritu de esperanzas, de compañías tácitas. Veinte minutos después vi que el joven saludaba a alguien: era su novia. Llegó, lo besó, se tomaron de la mano y sacaron las entradas para el cine. Irónicamente iban a ver la misma película que yo”.
“Cuando estuve sentada en la butaca observé a todos los individuos que estaban en la sala: pares, pares y más pares. Yo era la única SOLA, más sola que nunca en una sala repleta de parejas y familiares y amigos. Con sorpresa observé que una chica de mi edad entraba sola a la sala. Se sentó tres filas delante de mí y me pasé diez minutos observándola inundada de un placer siniestro. Pasados los diez minutos donde lo único que hizo fue mirar la hora, jugar con su celular y tocarse el pelo, apareció otra chica y se sentó a su lado. Peligro. No, no se hablaban, no están juntas. La recién llegada le dijo algo al oído y la otra sonrió. Sí se conocían. Definitivamente soy la única sola y no puedo siquiera describir el dolor intenso que aquello me provoca”.

“Otra vez yo, sola. Desconcertada, esperando encontrar no sé qué cosa. Casi ni queriendo encontrarla. Si me preguntan qué será de mi vida, contesto que aún estoy en busca de lo que me gusta. Lo cierto es que ya sé que nada me gusta y que no tengo nada que hacer.
Vivir porque sí, porque ni siquiera te molestas en matarte. Porque ni siquiera eso te atrae. Vivir esperando que algún día aparezca una pizca de interés o un rasguño de emoción o incentivo por algo. Casi por inercia. Esperar que los días sean todos iguales. Buscar cosas para hacer, no por placer sino para evitar el dolor que supone seguir respirando”.

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